lunes, 8 de octubre de 2012

Noche alba

El gordo se estira y se levanta. Bosteza, suelta una lágrima para lubricar su único ojo.

Afuera amanece.

De pronto el calor lo aborda, lo cobija con un abrazo inesperado, lo sacude. Irritación. Confusión. As above, so below. Subibaja: convulsión. Una inmensa alegría lo llena desde abajo, desde la raíz, sube por dentro y amenaza con botarle la cabeza.

Intensa emoción. Estrépito y temblor. Todo.

El gordo no puede evitarlo: un llanto blanco se le sale a borbotones e inunda la cueva; inunda su día. Cegado, no sabría distinguir en qué momento el día apenas rayando se le convirtió en espesa noche.

Noche alba.

Entre lagañas, el gordo se encoge y vuelve a dormir.

viernes, 5 de octubre de 2012

NeckQuake (o La vida es una grieta en el azulejo)

Cheto infla la barriga y suelta un resoplido, luego apoya las palmas sobre sus rodillas y se levanta de la silla, que relincha sobre sus patas como un caballo espoleado a media noche. Suelta sobre la montaña de toallas blancas que aún no dobla un librito de poemas que ha estado leyendo y releyendo: los versos se pierden entre una multitud amarillenta de hojas aceitosas. En el asiento de la silla puede verse la reliquia sagrada de su culo, plasmada en un sudario de negro vinipiel.

Son las once apenas y Cheto presiente que el cuadril no le aguantará el paso a la jornada entera. Toma un par de toallas limpias de la estantería, sale del almacén y se desliza como una nube de vapor a lo largo del pasillo de granito blanco, arrastrando las pantuflas, sin prisa. Patinaje sobre hielo. Cá-ma-ra len-ta. Bajo la puerta de uno de los baños se escurre una cucaracha. Dentro, una pareja gime al compás húmedo y machacón de un veloz “plop-plop”. El vapor y las regaderas sisean en otros baños: sus historias mudas quedarán atrás. Por el espejo del fondo del corredor Cheto puede ver su propio cuerpo, cansado y obeso, acercándose, balanceándose, definiéndose poco a poco entre constelaciones negras que la humedad ha tallado en la fina capa de plata.

Por fin llega a la sala de masaje, entra sin tocar. –Buenos días. ¿Servicio completo?– Extiende sobre la cama de masaje una toalla grande y la señala. –Tiéndase boca abajo.– Saca del anaquel el frasquito del aceite y se unta un poco en las manos mientras trata de recordar el poema interrumpido: “me levanto antes del amanecer para saludar a tus olas”. Comienza el masaje por las pantorrillas, suavemente, siguiendo el flujo de sangre hacia el corazón. Su madre hubiera querido que estudiara una carrera universitaria: los libros, los exámenes, la toga, el birrete, el anillo, la foto, la fiesta, el título enmarcado en la sala, el beso en la frente, las mujeres del pueblo verdes de la envidia... el paquete graduación número uno: “Orgullosa de mijo”. Pero no. La onda siempre fueron los vapores, el ligue, los masajes, el final feliz. ¡La escuela qué! Cheto se ha encontrado ya en los baños a un par de compañeros de la primaria. Su primo Santi, el hijo de Silvina, entra seguido al vapor general. Se divierte de lo lindo. Obvio, a Cheto ni lo pela. Sus manos se mueven en automático, su memoria también “...sintiendo la brisa en mi rostro, mis pies descalzos se aferran a la arena de mil sueños”. Masajea un muslo y luego el otro, mecánica, metódicamente, siempre en el mismo orden. Le pregunta al cliente si quiere que le masajee los glúteos. Él responde que no, que “ay así está bien, joven”. Ciertos hombres se sienten vulnerables ante ciertos roces. Ciertos hombres se sienten vulnerables ante ciertas responsabilidades. De su padre nunca supo nada. En lo que a él respecta da lo mismo si es narco, franelero, cajero en una tienda de conveniencia o padrote de la Merced. Lo mismo dará cuando se pudra y los gusanos lo dejen seco.

El cuadril está matándolo, más tarde le dirá a Jonás que vaya a la farmacia a conseguirle paracetamol y un Gatorade. Quizá se pase la tarde entera tirado en la cama, escuchando música. O viendo revistas y jalándose la reata, sin prisas, sin premura. Siempre hay un mañana y el mundo no se acaba. Su mente divaga en el poema. “Veo el sol de tus horizontes, sintiendo el tinte de tu ámbar beso.” Sus pulgares detectan un nudo en la espalda del fulano. Hace presión, se ayuda con su peso, unta más aceite para no lastimar la piel. Sus ojos siguen los trayectos de sus manos, destensando y aliviando nervios. Su mente navega. Un poco más, un poco más. La piel brilla entre tsunamis y remolinos. Oleadas oleaginosas. Se enrojece, cede, se recupera. Ojalá los nudos del alma salieran tan fácil y lo dejaran a uno caminar, piensa. A veces la vida es una grieta en el azulejo, y por más que friegas y pules, entran y salen bichos a echarte a perder la fiesta. A veces crees, te dejas llevar en un bote sin remos, imaginas que las cosas pueden cambiar. A veces lo que ves es lo que hay y eres todo lo que siempre has sido: la suma de tus esfuerzos, todo y nada, un sueño atrapado en un cuarto lleno de vapor, un chorro de agua fría, una esponja, espuma, cuerpos, toallas y de pronto todo es blanco y brillante y parece que nada ocurre. La vida es así, el mañana llega cada veinticuatro vueltas de manecilla y el mundo nada que se acaba. Te dedicas a dar masajes y tu cuerpo entero duele y no: no hay final feliz. O tal vez sí, tal vez eso es el final feliz con todo y sus cucarachas y su dolor en el cuadril y sus grietas en el alma y sus chaquetas guangas tirado en la cama a solas con una revista pornográfica en la mano.

–Está bien tenso. Voy a darle un masaje cervical– dice Cheto al cliente. –Quédese quieto, relájese, casi termino con usted.– Le cubre el resto del cuerpo con una toalla tibia y se coloca junto a su cabeza. Sus manos son suaves y ágiles. Desde esa posición, el cliente puede ver a través de un orificio acolchonado un entramado de madera color chocolate que hay debajo de la cama. Cheto se sacude las jornadas de poemas del librito viejo, el mar de orgasmos frente a su colección de revistas, la poesía de las cosas que no fueron y las mareas de polillas que seguro mañana tocarán puerto Cheto otra vez. Sus manos gruesas están en posición sobre el cuello de aquel hombre sin rostro. La carne a los lados de las vértebras se deja llevar por la presión de sus dedos expertos. Por primera vez en toda la sesión, saca todos los demás pensamientos de su cabeza: está concentrado y todo es silencio. Le deshará un nudito en el lado izquierdo, junto a la base del cráneo y entonces estará listo para darle la vuelta. Son las doce menos cuarto en la sala de masajes y es un día como cualquier otro en el mundo. Ese mundo que son Cheto y su cuadril adolorido y un hombre sobre una cama de masajes con sus ojos fijos en el tablado de madera, con su carne brillando entre los dedos de un masajista de baño público y sus cervicales flotando como un puente bajo la presión exacta que deshará un nudo de tensión acumulada.

De pronto la vida es un mar que todo lo mueve. El mundo es un borroso sueño de vapor y las grietas no se detienen a preguntar. Todo se mueve de repente como un barco encallando en la mitad de la vida. La tierra tiembla. Cheto ha sentido la sacudida en el piso de granito blanco, una sacudida fuerte e inesperada que lo ha hecho perder el equilibrio, y sin tiempo suficiente para pensar acaba de apoyar el peso de su cuerpo sobre un frágil puente que cede y hace ¡crack!, como una grieta en el azulejo.