viernes, 19 de agosto de 2011

Días mejores.

¿Te acuerdas de cuando nuestras lenguas nos comunicaban y nuestras manos nos acariciaban? ¿de cuando nuestras manos nos comunicaban y nuestras lenguas nos acariciaban y entonces todo, comunicación y caricias, lenguas y manos eran algo qué disfrutar? ¿Recuerdas cuando nos veíamos a los ojos e improvisábamos poesía pura, cuando nuestros corazones latían al ritmo de la lluvia, cuando copulábamos y al hacerlo sentíamos con algo que corporalmente no es posible nombrar? ¿Te acuerdas de un tiempo en el que -al parecer en parejas- llorábamos y reíamos, peleábamos y nos reconciliábamos? No estoy seguro de si esto fue real o no, pero creo que incluso solíamos soñar juntos, y también me parece recordar que eso significaba algo hermoso. No lo sé, no sé a ti, pero a mí esos tiempos me gustaban. Es ese el verbo ¿no?: “gustar”. A veces pienso que esos días eran mejores.

Primero vinieron las fallas comunes que cualquiera esperaría de una sociedad tecnológicamente avanzada, y con rapidez se los achacamos a la lentitud en la evolución de la técnica, a la falta de especialización, a los altos costos de producción, al rezago en la investigación de nuevas tecnologías y a la extrapolación de los esfuerzos y logros a nivel mundial. Nos pareció lógico crear más colegios, laboratorios y centros de especialización a lo largo y ancho de todo el mundo: un billón de cabezas piensan mejor que una. Estiramos los presupuestos creyendo que el futuro de la humanidad yacía en la dominación de lo visible y lo invisible. Decidimos que la educación y el desarrollo nos dejarían mucho mejor sabor de boca que hacer la guerra, asesinar minorías o fanatizar zombis, y con esa idea luchamos por la igualdad de oportunidades y la educación gratuita para cada persona viva o por nacer. Todos juntos nos quemamos las pestañas logrando lo imposible, mejorando lo perfecto, simplificando la sabia sencillez del universo. Los procesos productivos se automatizaron y en pocas décadas los empleados fueron reemplazados por máquinas incansables e infalibles. De la mano de la automatización vino la autosustentabilidad ecológica y económica. Junto a cada fábrica se construyeron un laboratorio, una escuela y una granja. Se consumía lo que se requería y entre todos desarrollábamos herramientas para crear nuevas necesidades y satisfactores. Con educación superior para cada habitante del globo, nos encontramos con tiempo y recursos de sobra para mejorarlo todo. Recreamos nuestros sistemas económicos y naciones enteras fueron convertidas en complejos habitacionales y universidades. Las reservas ecológicas crecieron enormemente e inventamos nuevas formas de cultivo y zootecnia no invasivas. Creamos pequeños leviatanes y behemoths híbridos capaces de hacer las tareas más inverosímiles. Mejoramos nuestros cuerpos: los hicimos más resistentes, más duraderos y más precisos. Aprendimos a diseñar para la comodidad: creamos aparatos que lejos de prometer una cantidad infinita de maravillas inútiles, fueran sencillos, prácticos y duraderos, con fines específicos y resultados consistentes. Acabamos con el hambre, la pobreza, las diferencias políticas, las enfermedades, las religiones, las fronteras, los venenos y las guerras. Modificamos nuestros genes para suprimir la violencia y los defectos físicos y mentales, y con ello nos despedimos del odio y de los temores. Decidimos que la naturaleza misma estaba superada, pero supimos darle su propio espacio, y notando que el puro placer de observarla nos brindaba una sensación de paz, le devolvimos las especies y el tiempo que le habíamos robado: la dejamos crecer a sus anchas en áreas cada vez mayores que podían ser vistas desde cualquier ciudad vertical. Las artes fueron sintetizadas en un sistema de creación abierta al que todos tuvimos acceso. La diversidad humana creció en un ambiente tranquilo y todas las antipatías desaparecieron: habíamos logrado ser idénticos en capacidades y posibilidades y al mismo tiempo tan distintos como queríamos. Todos podíamos dedicarnos a aquello que soñamos: la competencia se convirtió en un párrafo más del gran libro de la historia de la humanidad. Con la posibilidad de mantener nuestros cuerpos sanos sin esfuerzo ni riesgo, el deporte se volvió un juego de mesa. Dominamos el espacio exterior, nuestros abismos y los cielos. Aprendimos de otras especies terrestres y extraterrestres, aunque elegimos seguir siendo independientes. Superadas las antiguas ideas teológicas de la trasendencia y de la preservación de la especie humana por medio de la reproducción, diseñamos un sistema de sustentación poblacional equilibrado en el que no necesitábamos envejecer ni multiplicarnos. Sin miedos, enfermedades ni cansancio, nos olvidamos incluso de morir. Pero también sin dioses ni demonios, poco a poco los propósitos de las cosas y de los hombres fueron borrándose de la memoria colectiva. La comodidad nos ganó. Dejamos de esforzarnos, dejamos de intentar, dejamos de crecer y sober todo de creer. Nuestros sitios personales se volvieron tan cómodos y completos que no necesitábamos salir de ellos prácticamente para nada. Pronto, los viajes, las comunidades y hasta el contacto personal se conviertieron en una suerte de sueños implantados: dejamos incluso de movernos. Nunca supimos en qué momento habíamos dejado de desear.

Entretanto, ¿qué sucedía con aquello que los filósofos taciturnos y los poetas de tinta roja de antaño consideraban el fundamento de nuestra humanidad y la respuesta más satisfactoria al problema de nuestra existencia? Desterrados el miedo, el odio y la tristeza de nuestros corazones; abolida la compasión, la lástima, la envidia y la ilusión, ¿en dónde quedaba el sentimiento más noble del género humano? En ese acelerado oscilamiento de la humanidad hacia el centro de un embudo hiperbólico, ¿qué ocurría con el amor? ¿Qué lugar quedaba libre para acomodar en él a esa cosa amorfa? ¿Qué habíamos hecho con él depués de decidir que nuestra máxima adventura era la evolución hacia la perfección y la comodidad? ¿Qué se suponía que debíamos hacer con la llave maestra una vez borradas del mapa las puertas de la felicidad? Le habíamos puesto fecha de caducidad retroactiva a conceptos que creimos insípidos y tontos: bencidión, don, regalo, gracia. Eso dejaba al amor desnudo de eufemismos que nos parecieron absolutamente cursis. Nos negamos a creer en lo añejo del concepto “dualidad” y con una sonrisa cínica botamos por la borda todo lo que nos pareció inútil, vano o dañino. Envuelto en una alfombra vieja y podrida, rodamos por la colina el cadáver de nuestro pasado, nos sacudimos el polvo de las manos y así nos despedimos alegremente de las cosas que no queríamos sentir en nuestros cuerpos ni en nuestros remedos de almas nunca más. ¿Es que desechamos también al amor sin darnos cuenta? ¿Acaso era el amor una untada de oro que en nuestra frivolidad y prisa no alcanzamos a distinguir en el papel higiénico antes de jalar la cadena y perfumarnos las sienes con esencia hipoalergénica de laurel? Quizá la consecuencia lógica de la carrera desbocada hacia el final de un túnel lleno de luz y felicidad, superados ya la carga y el dolor de la vida, era esa: simplemente supusimos que el amor ya no era necesario. ¿Qué íbamos a hacer, después de todo, con un sentimiento huérfano y solitario?, ¿qué podíamos hacer con la suprema anestesia ante un caso irremediable de falta de dolor?, ¿de qué nos servía la suerte en un mundo en el que el azar se había vuelto predecible?, ¿para qué ocuparnos de esa bruma aturdidora que se respira entre dos seres si ni siquiera nos necesitábamos ya el uno al otro?, ¿para qué pensar en ella incluso?

Y sin embargo, heme aquí miles de nuncas más tarde: suspendido en una tibia cápsula de vitasopor, dictando una entrada más a mis memorias virtuales, preguntándote de nuevo a ti, que eres nadie en ningún lugar de este enorme frasco que no es ni un rastro de lo que recuerdo era vida y quietud, lanzándote estas estacas que tengo clavadas en el corazón que alguna vez albergó algo que corporalmente no es posible ya nombrar, punzándote con cuestiones que no has de recibir, menos entender ni recordar, porque nadie eres y nada sabes de esta nada que a ningún lado va, aquejándote con mis tonterías de joven-viejo ignoto sempiterno, eterno hambriento de hambre, eternamente sin saber de qué hablo ni para quién callo, por siempre esperando una respuesta a esas preguntas que no acaban nunca de llegar ¿Te acuerdas de cómo era el amor?, ¿te acuerdas de esos días? ¿No eran acaso días mejores?

sábado, 13 de agosto de 2011

Otra quinceañera de pueblo.

Llevo rato en el estudio escribiendo un cuento acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo. La mañana ha sido fría, nublada, seca... totalmente hermosa. Estoy inspirado y contento, me gusta cómo va la historia. Las palabras salen como escupidas de mis dedos y en los silencios entre pista y pista de los discos de jazz que he escuchado no sé cuántas veces seguidas durante toda la mañana, se escuchan las pulsaciones rítmicas de mis yemas sobre las teclas de la computadora portátil. Si estoy tan emocionado escribiendo una historia acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo, entonces ¿por qué estoy escribiendo esto y no el siguiente párrafo de aquello?

–Porque algo ha ocurrido. Algo en la calma grisitud del día.

Temprano en la mañana de este sábado, sentado frente a la computadora, justo antes de encenderla, vi algo que me ha parecido cómico: La vecina tendiendo su vestido de quinceañera en un lazo que cuelga flojo y tambaleante de dos varillas que salen de la azotea de su casa gris, sin acabados. Es un vestido azul, de ese azul que llaman “eléctrico” (o para ponerme en la onda parafernálica de los quinceaños en México “azul eléctrico, que le llaman”). Alcanzo a ver por el ventanal del estudio que el vestido es como los pasteles de cumpleaños: totalmente lleno de betún, ondas, flores, olanes y adorno sobre adorno sobre adorno. Pienso “No entiendo cómo puede gustarles eso”. Ella se le queda viendo, ladea la cabeza, se quita los cabellos de la cara con su mano izquierda, luego da la media vuelta y desaparece por una puerta negra de metal que hay en el cuartito de la azotea, justo debajo del tinaco negro de 1,100 litros. El vestido se queda colgado, ondeando en el viento como una muda bandera. Enciendo la computadora, abro el procesador de textos y comienzo la cabalgata a través de mi historia acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo.

Como he dicho antes, la historia camina y mis dedos corren sobre el teclado, tratando de alcanzar las palabras que el cerebro les envía a través de músculos, nervios, tendones, arterias y venas. El proceso me lleva varias horas y necesito definir un término que usaré en la historia, me detengo un poco para echar un breve salto a google... ¿cómo carambas se llaman esos embudos de plástico que hay en los museos de ciencia? Esos en los que echas una moneda desde la orilla y se va rodando sobre su canto, en espiral, aumentando rápidamente su velocidad para llegar al centro y dar como mil vueltas antes de desaparecer por el centro del embudo? ...unos cuantos clicks, y listo: se llama “embudo hiperbólico”. De pronto, siento que algo me ha sacado de concentración. Mi mamá ha pasado caminando varias veces por el pasto, afuera del ventanal, pero no es ella lo que me ha distraído. Es ese vestido de quinceañera azul eléctrico ondeando en la mitad de la tarde, cerca de la hora de la comida, en la azotea de la casa vecina, justo arriba de sus dos plantas de concreto aplanado sin pintar. Vuelvo al ataque contra el teclado de la computadora, apunto en mi historia “embudo hiperbólico” y un par de enunciados más. Vuelvo a voltear a la azotea de los vecinos: ella está ahí. La quinceañera ha vuelto y está enfundada en su vestido de quinceañera azul eléctrico, parada junto a la orilla de la azotea, mirando hacia abajo, quitándose los cabellos de la cara con su mano izquierda. En su mano hay algo. Lo ve, mira hacia el frente y de nuevo hacia abajo. “Me quiere, no me quiere, me tiro, no me tiro”, parece decir mientras yo veo su silueta contra el cielo gris y pienso: “¡qué loco, se ve bien chida!”, de repente me acuerdo de mi cámara fotográfica “...como para una foto!”. Corro para traerla y llegando a la sala oigo un golpe como de costal contra el piso. “¡Chin, no la alcancé, ya se tiró... ¿se habrá tirado?”. Pero no, no puede haberse tirado, no seas ridículo. Las quinceañeras hacen su entrada triunfal, se balancean en un columpio de flores, bailan el vals y el baile moderno, comen mole, arroz y piezas de pollo frío, a veces consomé grasoso servido en vasos de unicel, parten el pastel de quince pisos, se escapan con el novio después del ridículo de su papá al micrófono con el molazo en el traje de 300 pesos. ¿Pero tirarse de la azotea con su vestido de quince años? No, las quinceañeras no hacen eso... “veo demasiada tele”, me digo. Vuelvo a mi cuento acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo. La luz que entra por la ventana jala mis ojos y de pronto me pongo de pie: algo ondea en la orilla de la azotea de la casa gris, justo a un lado de la varilla de la que pende el tendedero. Enciendo mi cámara, hago zoom, enfoco y tomo la foto. Es una tira de tela color azul, azul eléctrico.

–Nel, no puede ser, no seas mamón, no se suicidó ...simplemente volvió adentro.

Oprimo una tecla para quitar el protector de pantalla y seguir con mi cuento. Entonces oigo un grito de mujer, un grito desconsolado, agitado, agudo, horrible, como de cuerdas vocales desgarrándose, como el sólo de trompeta que suena a todo volumen en las bocinas del estudio donde supuestamente estoy escribiendo una historia acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo. Volteo a ver la pantalla del estéreo: Disco 4. Pista número 3: “Stormy Weather”, de Charles Mingus.

–Sí, la quinceañera se ha aventado.