miércoles, 7 de octubre de 2009

Niebla

Estás sentado, sólo; tus muslos todavía no logran encontrar el punto ideal entre la afelpada tapicería gris del autobús y la relajación total. Fila 4, asiento 16, la inmensa ventanilla sentada amenazadoramente a tu derecha, y tras ella, más a la derecha –aunque en realidad por todos lados envolviendo tu mundo actual– la vista grumosa de un moribundo amanecer de agosto: sex ante meridiem. Hace media hora (más o menos) que comenzaste tu viaje y ya te parece una eternidad. La calefacción no funciona y tú, simple mortal, ni siquiera pensaste en preparar café caliente y un termo. Entrecierras tus ojos cansados tratando de atisbar algo a través del vidrio pero es inútil: afuera todo es blanco, pastoso, natudo. Con este ánimo te daría exactamente lo mismo viajar por un callejón polvoriento de Timbuctú que estar varado en un barco pescadero en medio del Pacífico. Te encuentras en algún punto borroso entre el sueño y la mitad de un camino que sólo es tu camino por ser un hombre de palabra, por eso y un recuerdo y nada más. A estas alturas cualquier duda al respecto está más que explorada. Por más que le busques colmillos a la lombriz sabes que no vas a encontrar otra causa de estar ahí que tu terca obstinación por estar. En tu cráneo a prueba de intrusos ya no suena ningún otro motor posible, la pregunta pasó hace muchas curvas de la angustia a la náusea. El hecho es que hace años que en el fondo no te interesa ir a ningún lado (en la superficie el reflejo no es dispar); te arden los ojos y por momentos encuentras difícil enfocar, el frío trepa desde tus pies como una enredadera de hielo, sientes ganas de orinar y entonces un gruñido de oso te recuerda que no te diste tiempo ni siquiera para desayunar. Frotas tus manos entumidas como si quisieras hacer fuego y el vaho frente a tus ojos forma genios que parecen unirse a esa bruma que husmea al otro lado de la ventana.

Fue una semana difícil y encima te desvelaste hasta tarde viendo cuanta zonzera se te puso enfrente en internet: videos, fotos, pornografía (por supuesto pornografía), leyendo blogs y platicando por messenger con esa misme gente de siempre, gente que a veces quisieras no volver a encontrar, nicks absurdos sin rostro ni contenido que por costumbre o indolencia nunca te has atrevido a bloquear: discutiste con “KaNgArOo_StArLiGhT_iN_hEaVeN” por tonterías que no deberían quitarle el sueño a nadie, fuiste paño de lágrimas para “(.x_x)TommyDepre(x_x.)” y su quinto truene con Cruz (casi sientes los pelos pegajosos de tanto llanto y mocos ajenos), escuchaste una letanía de cosas que siempre has odiado de ti pero que de algún modo excitan tanto a “Oz_95”, y “BraunbäR” te reclamó otra vez por no haber ido a su fiesta de graduación –por enésima vez le explicaste que hubo un problema en el trabajo y que tuviste que quedarte hasta tarde, y por enésima vez te dijo que sus reclamos de más de una hora eran una tontería y que a pesar suyo todo estaba bien. –Y tú sentado en la cama con la luz apagada sólo hubieras querido que él apareciera en tu monitor para cancelar la cita, para liberarte. Todo mundo estuvo ahí, todos menos él. ¿Qué esperabas? Ha sido un viaje largo y Murphy cubre todas las enventualidades, messenger incluído. Igualmente y aunque no lo quieras ver así, volvió a robarte tus horas de sueño.

Volteas a ver los asientos vacíos del camión y te preguntas si ese vacío no se habrá instalado ya dentro de ti. Hoy es una de esas ocasiones en las que te molesta tanto ser irremediablemente tú y compartir lazos de sangre con esas dos letritas odiosas que sonrientes dibujan “sí”, con ese huésped que nunca te pide permiso para salir y que jamás te pedirá perdón. Te purga porque tu viaje pudo ser goce en lugar de sombra y nube, porque no quisieras pero debes; porque eres vas y porque vas eres no más que una promesa más en un día lleno de harina y gotas de horchata, porque eres un hombre de palabra. En menos de medio segundo volviste a endosarle un cheque por otro día de tu vida, otra vez tu vida. Si tan sólo pudieras regresar el tiempo una semana, si pudieras cambiar lo que eras pero sigues siendo... dirías lo que dice la gente normal: “ese día no puedo” o “haré lo posible, aunque no te prometo nada” pero no: cargas a cuestas con la herencia de aquel antepasado que vino al mundo en lo alto de una acrópolis llamada Samaria y el peso de ese tatuaje infinito se está volviendo mortalmente abrumador. Lucha existencial. Manos arriba, el deber o la vida: ¿qué es más tonto, un código podrido, el leproso que lo cumple o el visitante que lo reconforta? Un bostezo cierra tus ojos y los hace lagrimear (arden), afuera la blancura bosteza también. Te estiras en el asiento y tratas de pensar en lo justo: bonita palabra para coronar el hastío. Y la debilidad. Después de todo ¿no fue Alex quien te recibió en el aeropuerto hace siete años cuando llegaste a México y no conocías a nadie? ¿no fue Alex quien te hospedó, te dio de comer durante una semana e incluso te dio una palmadita en la espalda y te dijo “está bien, tú no te preocupes, yo estoy contigo”? Te asomas de nuevo por la ventana y el cuadro es el mismo de hace cinco minutos, el mismo de hace veinte, y veinticino, y cuarenta y tres. La misma fotocopia sin toner del mismo deja-vu insípido y soso. ¡Qué burla, si viviera Malevich se tragaría de un sorbo lo que piensas de él!... y ese frío condenado que ya llega a tus rodillas, y tu reproductor de MP3 que se quedó sobre el buró.

¡¿Qué, quién, dónde?! El sonido de tu cabeza golpeando el vidrio te devuelve a la realidad y te preguntas cuánto tiempo habrá pasado. ¿Llevas un siglo sentado en el mismo camión, o los primeros 50 años fueron sueño y estos otros realidad? Buscas en la bolsa interior de tu chamarra, jalas con dos dedos la cajetilla y te llevas un cigarrillo a la boca ¿trajiste el encendedor? Apenas has garabateado la pregunta en tu cerebro entumido, alcanzas a ver dos arcos de peluche juntándose en medio del retrovisor. Bajo ellos, dos capulines maduros te clavan la mirada. A la derecha del espejo, una calcomanía maniatada está gritándote ¡“Prohibido fumar”! Desistes resignado, va de vuelta el tabaco a su funda de cartón y celofán, y tú, rascándote la barba de cuántos días, a la nube eterna. Regresa el sopor pero esta vez reclinas el asiento, giras tu cabeza: izquierda, derecha, crack. Cruzas tus pies lejanos y entrelazas los dedos de tus manos sobre la barriga, y entonces, oscuridad...

–Pasajeros con destino a la ciudad de Cancún, abordar la aeronave por el andén 43. El sonido de los altavoces suena por todo el pasillo, a tu lado está él con una sonrisa y dos maletas de viaje. –¡Necesito ir al baño!, gritas como si en ello se te fuera la vida. –Está bien, aquí te espero. La sonrisa de Alex parece pintada por Miguel Ángel después de un buen clericot y una pizza de tres quesos. Te apresuras a entrar a la puerta que tiene el monito pintado y una vez adentro te das cuenta de que no es un verdadero baño. Todo lo que ves es un pasillo estrecho y bajo pintado de blanco, a tu derecha una pared y a la izquierda tuberías de distintos calibres, lámparas de neón blanco se pierden en el techo hasta el infinito y tú decides continuar. Al final del corredor (ahora hay un final) encuentras una fila de mingitorios malolientes y te preguntas cuánto hará que los empleados de limpieza no entran al baño de hombres. Vacías tu vejiga que dibuja una nube de espuma sobre el líquido amarillo y regresas por donde llegaste, ahora la puerta de salida está mucho más cerca de lo que esperabas y en seguida estás de vuelta en los pasillos del aeropuerto. Alex no está por ningún lado y con un sentimiento que se parece al coraje y a la angustia decides correr para alcanzar tu vuelo, para alcanzar a Alex, para alcanzar lo que quede de todo esto que te pertenece. Los corredores tienen un aire de mercado de abastos y mientras más avanzas más te convences de que lo es, hay locales vacíos con barras de concreto y el techo alto tiene un aire familiar de bodega. No hay letreros y de pronto escuchas de nuevo los altavoces: –Vuelo 43 con destino a Cancún a punto de partir. En eso ves a Alex abrazando a otra persona que no eres tú y sientes un súbito coraje. La otra persona te ha visto pero tú sigues de largo, pasas a espaldas de Alex y por un momento no sabes si seguir y tomar tu vuelo, si tocarle el hombro y enfrentarlo o disimular. Te decides por lo último y das otra vuelta por confusos pasillos mientras piensas en las razones que tiene para huir así de ti y lanzarse a los brazos de otra persona. Das la vuelta por el primer pasillo a la derecha y regresas por donde mismo, esperando ver a Alex esta vez con las maletas, esperándote con esa sonrisa de pintura de fin de semana en Italia. Alex no está ahí. Recuerdas tu vuelo y corres hacia el fondo del pasillo. Una luz muy fuerte te señala la salida donde una escalera de abordaje improvisada que más parece de una construcción en obra negra que de un puerto aéreo se despliega hacia la nada, donde una figura ruidosa se desvanece poco a poco entre las nubes. El avión ha partido, él ha partido y estás de nuevo sólo. De pronto se desenchufa el sonido y te sientes aliviado, como si otra vejiga en el fondo de tu alma acabara de orinar a Alex.

Un ronquido tuyo te despierta de nuevo y confuso te preguntas si estás en un autobús o en un avión. El movimiento ha cesado, rascas tu nuca, bostezas para recobrar un poco de oxígeno y limpias la ventana con la manga de tu chamarra. Afuera la niebla continúa. Estiras los brazos, te paras de tu asiento, recorres el pasillo y bajas del autobús. El frío es casi insoportable. De pronto entre la niebla, una silueta se acerca y reconoces los ojos de capulín. –¿Listo joven? –Eh, sí. Disculpe, ¿dónde están los sanitarios? –Al final del pasillo, junto a los elevadores. Te diriges hacia donde el hombre señala y a los pocos segundos ves la puerta del baño. Titubeas, pero entras. Un minuto más tarde, aliviado, entras al elevador y subes a la sala de espera de vuelos nacionales. Justo al salir, un hombre le pregunta la hora a una anciana y sabes que él ya estará ahí, con sus maletas y su sonrisa amable, con sus ojos de encanto y su voz de cielo, con sus brazos abiertos como aquella vez que te recibió y todo comenzó para ti. Caminas diez o veinte metros más y entonces lo ves parado junto a la máquina de golosinas, apretando los botones enfundado en una gabardina café. Mientras te acercas cada paso reverberará en tu cerebro como un latido y un aniversario y un sueño y un amanaecer entre sábanas blancas y sonrisas. Él no te habrá visto aún, pero él ama las sorpresas. Parado detrás de él cerrarás los ojos y llenarás tus pulmones con su aroma, y entonces sabrás por qué estás ahí. Alex se agachará a recoger sus galletas y por un instante verás tu reflejo en el cristal de la máquina, y al levantarse él creerá haberlo visto también. Entonces girará lentamente y una niebla blanca y espesa le dirá que estuviste ahí.

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