martes, 1 de septiembre de 2009

Un perro ha mordido al niño

En el cuarto de al lado vive un niño. Lo sé porque al pasar por el pasillo escucho el sonido de las caricaturas, escucho sus risas y algunas veces incluso lo he oído roncar. Lo sé también porque lo he visto sentado en las escaleras hojeando cómics o en la cochera de abajo jugando con sus canicas. A veces me ve y sonríe, a veces corre y se refugia en su habitación, pero nunca habla. También lo he visto salir del baño compartido, chacualeando con sus chanclitas rojas envuelto en una toalla de Elmo y dejando una estela de gotitas brillantes sobre el piso café.

Ayer, mientras hacía algunos garabatos en la computadora (Jesús estaba dormido y no quise despertarlo) escuché al niño gritar como loco y luego correr escalera arriba mientras lloraba y berreaba como corderito en el matadero. El ruido del portazo fue lo que despertó a Jesús. ¿Qué fue eso? –La puerta de al lado, algo le pasó al niño y entró corriendo –¿Qué niño? –El que vive en el cuarto de al lado –¿Vive un niño aquí? –Sí, ya te he platicado de él, el niño que no habla –Ay yo creí que vivía en la casa de al lado –No gordo, te dije que vive en esta casa, en la puerta que da al baño –Mm... qué raro, nunca lo he visto... ¿y qué le pasó? –No sé, a lo mejor lo mordió un perro, ya ves que han mordido a varios niños de por aquí –¿Qué no lo cuida su mamá? ay no sé para qué traen hijos al mundo si no se van a hacer cargo de ellos –Pos yo qué sé, a su mamá nunca la he visto, nomás he visto al niño, a lo mejor vive sólo –¡Ja ja ja! ¡Ay oso cómo se te ocurre que un niño va a vivir sólo en un cuarto rentado!... –A lo mejor, uno nunca sabe –Claro que no... ¿oye qué hora es? tengo mucha hambre –Son las 8, ¿quieres que salgamos a cenar? –Sí, ¡vamos a los tamales!, pásame la chamarra.

Una semana ha pasado desde entonces. Una semana completa en la que no he visto al niño sentado en la escalera, ni jugando canicas en la cochera ni corriendo con sus chanclitas rojas que dejan gotitas. Una semana en la que no he oído el sonido de las caricaturas a través de la puerta que da al baño. Una semana en la que una idea ha ido creciendo en mi cabeza mientras Jesús duerme la siesta y yo garabateo en la computadora esperando oír un portazo, sus pasitos chacualeros o alguna risa infantil por el pasillo: un perro ha mordido al niño. No puede ser otra cosa (o sí, en realidad pueden ser mil cosas, pero esa imagen se ha agarrado a mis sesos con sus mil trecientas patitas y ha decidido incubarse ahí).

Así que un perro ha mordido al niño, lo ha marcado con sus colmillos filosos y llenos de baba, lo ha hecho llorar y correr despavorido, lo ha infectado con sus hordas de gérmenes malévolos que se mezclan en su sangre roja (roja como sus chanclitas y como el Elmo de su toalla). El perro se ha marchado triunfante y el niño ha corrido como pudo todos esos escalones. Movido por la adrenalina y el sobresalto, ha derrapado en el piso pulido de la sala y ha alcanzado la perilla de la puerta para cerrarla detrás de sí y ponerse a salvo (para llorar y lamentarse y recobrar el aliento lejos de la mirada burlona del horrible perro). Su madre no está ahí. Si ella estuviera no lo hubiera dejado salir sabiendo que hay perros bravos afuera. Pero no está ahí porque no es hora de que esté ahí, y porque nunca ha sido hora y nunca ha estado ahí: el niño vive sólo y se las arregla como puede. Un niño bien puede vivir sólo, eso hasta yo lo sé (aunque Jesús no lo crea y se empeñe en hacerme creer que el raro soy yo). Pero un niño nunca deja de ser un niño a menos que sea algo distinto, en cuyo caso no es un niño y por lo tanto tampoco puede dejar de serlo. Pero dado que el niño de al lado sí es un niño, y como todo mundo sabe que los niños no conocen de medicina ni primeros auxilios, él simplemente se limpia las heridas con un trapito, se unta salivita y se acabó.

Llega la noche con sus miles de lucecitas y su agradable frescura. Cientos de personas regresan a sus casas del trabajo o la escuela, exhaustas; un policía hace su rondín por la calle (o hace que lo hace mientras duerme la cuarta siesta del día en el asiento reclinable de su patrulla); una pareja se besa en el café de la esquina y se promete una luna mil veces antes prometida, prestada, vendida, alquilada, compartida y bien gastada; un hombre que garabatea en su computadora y un soñoliento gordo que no sabe quién vive en el cuarto de al lado cenan tamales y atole caliente; un niño que ha sido mordido se revuelve entre sábanas mojadas, delirios y manchas de sangre.

Afuera, el viento sopla. Así pasan las noches y los días. La gente ocupada sigue trabajando o estudiando; los policías siguen haciendo que hacen, ignorando crímenes, echando panza; en el parque nuevas parejas siguen besándose, prometiéndose, engañándose, descubriéndose, olvídandose; un hombre sigue garabateando y escribiendo sueños mientras el gordo, cansado, duerme a su lado; un niño que no puede más contra las pesadillas de perros, dolor, comezón y hambre cede ante un sueño cada vez más pesado, cada vez más largo... un niño que un perro ha mordido con sus colmillos chorreantes de saliva y gérmenes, un niño que ya no ríe ni ve caricaturas, ni juega con sus canicas ni se sienta en la escalera que da a la cochera a leer sus cómics... un niño que ha dejado de actuar como un niño y que es ahora algo distinto: algo frío, marchito y duro envuelto en una sábana húmeda manchada con sangre seca.

Jesús duerme, no quiero despertarlo. Hago garabatos en la computadora y pienso. Un perro ha mordido a un niño y ese niño que nunca habla no vive en el cuarto de al lado.