jueves, 13 de agosto de 2009

Ojos de ángel

Ocurrió una madrugada mientras caminaba sin rumbo por el centro. Acababa de empinarme cinco o seis o diez chelas bien amargas, de esas que sólo amargan cuando te las tomas a sólas en el rincón más oscuro del segundo nivel del café Dalí. Cuando salí noté enseguida que la calle tenía un gusto a desencanto rancio y podrido, y mientras la saboreaba con mi andar pastoso y serpentino mis suelas dibujaban entre sus grietas un esbozo de mi propio desierto, como queriendo aprovechar la novedad de un chance recién adquirido; una microscópica oportunidad de hundirme en las mieles de la ventisca y la debilidad bajo el auspicio del alcohol y quizá de un poco de autoconmiseración tardía. Sin siquiera percibirlo, algo buscaba emanciparse de mí mismo y de mis reglas, igual que las cenicientas polillas buscan licencias en el fuego de una lámpara de petróleo. Fue entonces que mis ojos se engarzaron con los suyos.

Era bastante robusto y muy varonil, pero a sus escasos 16 o 17 también me pareció que era apenas un niño; un niño atrapado en el semblante de un oso sumergido en el cuerpo terminado de un verdadero hombre. Tez morena, barba cerrada, nariz ancha, labios carnosos... ojos negros como sólo negras pueden ser las intenciones de un ángel, brazos de caoba con manos gordas y fuertes, piernas gruesas como robles. Un aroma fascinante a perdición y la inolvidable sonrisa seductora de un demiurgo de la noche. Un niño oso hombre lejano canto de sirena en medio de la oscuridad.

–¿Tienes fuego?
–Claro, aquí tienes.
–¿Cómo te llamas?
–Miguel, ¿y tú?
–Humberto.

Sentí ese viejo y camarada cosquilleo del deseo apoderándose de mí, pero esta vez mi voz no vaciló, las comisuras entre mis dedos no sudaron, mi cerebro no dudó. Con la velocidad del rayo recorrí los intrincados arroyos de mis memorias y casi al azar escogí algunas preguntas que resultaron mágicas y adecuadas. Las palabras salían de mi boca como niños que se deslizan sobre una resbaladilla: unas tras otras, fluidas, seguras, planeadas pero gustosa y extrañamente sinceras. Y a través de las bocanadas de tabaco quemado, sus sonrisas me parecieron también sinceras. Esta vez, por el puro gusto y la atracción del vacío, ningún detalle sería calculado. A su propio paso y no al mío, el poder del vórtice me atraería, y con suerte todos quedaríamos complacidos.

Caminamos sin premura acariciados por el suave viento de otoño y sin más compañía que nuestras propias sombras, que parecían bailar entre las columnas de los portales. Nos aprovechábamos satisfechos del silencio y la oscuridad; fluíamos como un par de sonámbulos líquidos en busca de algún elíxir mágico capaz de detener el acecho terrible de la vigilia. ¿Platicábamos? No lo recuerdo. Lo que sí recuerdo son sus ojos de ángel, sus manos ásperas, su acompasado caminar, el calor de su respiración y el humo azul haciendo volutas en el aire.

La noche pide a gritos sudor y carne, sed de compañía y risas; la noche tiene hambre y los cuerpos tienen sed.

Pienso por un instante en su edad, en la inocencia, trato de recordar el nombre del delito, pienso en la enmascarada violencia, en la alevosía y la ventaja; pienso en la letanía de aquel libro rancio de las buenas familias que guardaba mi madre y en las telarañas que se estiran pegajosas como babas de tortuga entre sus pastas de cuero viejo, pienso: ¿qué diosa saldría victoriosa en un duelo a muerte, Soledad o Lujuria? Pienso. Pienso... y la idea misma de pensar que quizá en el fondo en lo que pienso es en él, en él que no soy yo y en la posibilidad del complemento... esa idea me estremece. Luego con la mente más fría y con frío de seguir pensando, pienso que en lo único que realmente quiero pensar es en mi deseo: fluir como el río y caer como la cascada.

Nos detenemos en algún punto del planeta sin más señas que la luz de la luna y su frágil puntería tan ajena, tan certera. De frente a él, sorbo con placer el alquitrán quemado de las últimas hojas de tabaco, separo de mis labios el cigarro con lentitud y lo arrojo giratorio al infinito mientras una nube de humo cede paso a la más acuciante e imprevista necesidad de salivar que haya sentido jamás. Mis manos se abalanzan sobre sus hombros y sus enormes nalgas golpean contra el muro. En una milésima de segundo, mis labios se funden con los suyos y mis manos comienzan agitadas un recorrido tembloroso por las montañas de su cuerpo. Escudados tras lisos bloques de piedra dibujamos convulsos un rincón entre un ventanal y el muro oriente de la catedral. Se escuchan las campanas del reloj y un frío confundido y desvelado comienza a sudar siluetas de una respiración mutua y agitada.

Mi cuerpo anhela su cuerpo y adivinándolo correspondiente gozo el milímetro que nos separa y ese instante inmediato en el que se comprime el minúsculo espacio infinitesimal. Me pierdo en su mirada mientras froto mi bulto despierto sobre su estómago, lo disfruto y algo dentro de mi pecho me susurra letras que formulan “comunión”. Sus ojos me miran fijamente y esa sonrisa de ángel de nuevo, como si mis manos en su espalda hubiesen pulsado un botón oculto. De pronto pillo a mis labios buscando su cuello y a los dedos de mi mano derecha revolviéndose entre pelos de un pecho que juro, aún ahora no sé cómo se deshizo de la tela que lo comprimía. Mi lengua mojada persigue a esos dedos que mucha ventaja le llevan, y mientras éstos pellizcan su pezón derecho, el izquierdo se aferra como anzuelo entre mis dientes, sus manos enormes aprietan mis brazos mientras mi mano izquierda alcanza sus nalgas y mis dedos se abren paso en un camino que rasga mitos y abre pórticos.

...llameantes columnas de piedra helada evaporan la razón y derriten la piel mojada...

Siento su cuerpo casi mi cuerpo... no atinaría a descifrar si hay salida de este laberinto acéfalo (o si quiero que haya alguna, en todo caso). Casi en blanco y con el cerebro pulsando a toda carrera descubro su mano asiendo con fuerza la consistencia dura de mi pasión, el goce, la húmeda voluptuosidad, y me sorprendo a mí mismo tomando por el tallo la erecta rigidez de su masculinidad. Contra todo esbozo de estadística oficial y evadiendo la pregunta más estúpida que pueda repetirse en estos casos, me arrodillo lentamente frente a un niño-osezno en cuerpo de hombre que me mira a través de sus ojos negros, como negras son las intenciones de un ángel.

Arrodillado y hambriento, esa noche me di cuenta de que el rol es al final del camino mero engaño de etiquetas; un tatuaje de vino tinto que se escurre en la piel hirsuta del deseo.

Me mira con ese brillo delicioso entre suplicante e imperativo y yo lo miro hacia arriba queriendo ser atado, condenado y azotado en ese pilar de sal. Apretando con los dientes su labio inferior, él cierra los ojos y alza la barbilla como esos santos en éxtasis que seguramente a estas horas estarán excitados y húmedos pegando sus oídos al otro lado del muro. Mis manos lo toman con fuerza por las nalgas y en su silencio preguntan ¿puedo? Su cuerpo cede y un aroma que rebasa al algodón y a la mezclilla sugiere puedes. Arrodillado y absurdo (cuan absurdo pueda resultar tan dichoso despliegue de retro-actividad) beso su ombligo (sagrado símbolo de unión y energía) y sigo con mi lengua su camino mi destino. Desabrocho la botonadura de su pantalón con la pericia de un artista naif y ese conocidísimo y sublime perfume a virilidad llena mis pulmones, mi lengua se encarama en el delicioso monte boscoso de su pubis, bosque de gruesos vellos: vellos de grueso oso sumergido en cuerpo de hombre con ojos de negro ángel.

Desahuciado me hundo sediento. Dispuesto a beber descendiendo me rindo... en medio de un silencio más embriagador que el alcohol mismo y saboreando con anticipación mi anhelado desierto y mi caída, un relámpago de sudor helado escurre por mi nuca y siento erizarse algo más que los vellos de mi cuerpo.

Son las tres y cuarto de la madrugada: una punta de metal aguda y helada se posa en mi cuello. Su voz potente, voz de hombre en cuerpo de oso, me ordena:
–Entrégame la cartera y el celular, pinche puto de mierda.


Toluca, México. Una fría noche de otoño, hace algunos amantes...
*Cualquier similitud con cualquier cosa que recuerdes o creas recordar es puro Dèja-Vu


[entre arcadas y jaquecas, un río de lava que sólo el diablo sabe cómo se ha abierto paso a través de mis venas hasta alcanzar el esófago me regala una visión bajada directamente de este cielo nublado, donde habitan ángeles con cara de niño y estrategias de hombre. Dentro, muy dentro de mi ser, más hondo de lo que el acero jamás hubiera podido penetrar, me río de la ironía y el tropiezo. Amigo mío: en algún rincón del muro oriente de cada catedral, en cada ciudad, en cada nación, Dios ha dejado sin tapiar una ventana, una ventana que da a un ático en lo alto de una oscura cueva. En esa cueva vive un ángel con cuerpo de oso y ojos de niño. Su nombre por supuesto no es Miguel, y en las noches de luna, cuando el insomnio es grande y las cervezas amargan el ánimo de los hombres, Dios baja del cielo como un relámpago y entra por aquella ventana a visitar a ese su hijo rebelde, y juntos se pasan la noche fumando tabaco, bebiendo cerveza y jugando cartas. Entre trago y trago, si pones atención, escucharás cómo se ríen del hombre ebrio y solitario que resbala sobre la piedra, como si las lágrimas que pisa fueran las babas de un caracol]

Velorio

Esta noche he llegado tarde a un velorio, si puede hablarse de puntualidad cuando se trata de despedir a alguien que ya se ha ido. La persona que me avisó por teléfono del fallecimiento me dio la dirección de la funeraria, pero en un tonto intento por aparentar prudencia, decidí no pedir más detalles. Fui a la cocina, comí algo de verduras recalentadas y tomé un vaso de leche fría, que es muy buena para mantener los ojos abiertos durante las noches de desvelo. Me cambié de ropa y vi el reloj: eran las once cuarenta y cinco de la noche. Afuera hacía frío y a esa hora ya no pasan autobuses por mi casa, así que llamé un radiotaxi y mientras lo esperaba vi el corte informativo: miles de muertos en los enfrentamientos en Palestina, un accidente en la México-Pachuca, las imágenes de un atraco doble en una plaza comercial del DF y un nuevo caso de negligencia médica contra una madre a punto de dar a luz. Pitido de Tsuru, el escándalo de mis llaves dando vuelta al cerrojo de la casa, buenas noches, portazo y viaje corto sin música ni charla. El fulano dice que son treinta pesos por la dejada. Yo, que no le daré más de veinte porque está muy cerca y porque además de todo he tenido que decirle por dónde girar para evitar que se pierda, él que veinticinco y yo que está bien. Buenas noches y portazo.

Entro en la funeraria y enseguida noto que hay al menos seis salas de velación y que forzosamente tendré que decidirme por una de ellas. No veo por ningún lado la clásica pizarra con el nombre del difunto; en su lugar hay pantallas planas anunciando los completísimos servicios que se ofrecen y un par de máquinas de café americano. Algunos dolientes se despiden en distintos rincones de la recepción, pero como no conozco a ninguno de ellos, creo que será buena idea recorrer todas las puertas de las salas tratando de olfatear a la muerte. Al parecer la muerte nueva no huele a nada, pero de una de las salas llega un fuerte aroma a jazmín y atinadamente decido entrar. Justo al atravesar el umbral me topo con la viuda y su hijo, que reciben pésames de un par de amigos: gracias, afortunadamente ya está descansando, gracias, muy cansada pero también contenta por él, disculpen pero necesito irme a dormir -estoy muy cansada, muchas gracias, sí mañana a las once en la capillita que está aquí mismo, hasta mañana, gracias. Espero mi turno y la viuda me atiende con mucha educación y una sonrisa mientras avanza hacia la salida. La abrazo, le digo no sé qué cosa que seguramente ella tampoco recordará y ella dice que gracias por todo. Escena similar con su hijo y todos desaparecen rumbo a la salida. Entro a la sala vacía y descubro que en efecto he llegado tarde. El difunto ya ha cerrado su ataúd y algunas flores cansadas ya dejan caer sus pétalos sobre la alfombra roja. Extraño velorio sin gente que vele, pienso. Pero claro, he llegado tarde y no tengo derecho de opinar. Doy la media vuelta, salgo de la sala de velación, camino escuchando el eco de mis pasos, salgo de la funeraria y me encuentro en la calle fría sin ganas de volver tan pronto a casa. Tarde para el velorio, adelantado para dormir.

Hay aproximadamente cuatro kilómetros de concreto desde la funeraria hasta mi casa. ¿Alguna vez alguien habrá contado cuántos pasos se necesitan para caminar cuatro kilómetros de concreto a mitad de la noche? ¿A alguien se le habrá ocurrido contar cuántas bocanadas de oxígeno llenan los pulmones para dar el número de pasos necesarios para caminar esos cuatro kilómetros de concreto sin morir en el trayecto de la funeraria a la casa a mitad de la noche? ¿Acaso alguien llevará la cuenta de cuántos vivos han caído mientras alguien se preguntaba cuántas bocanadas de oxígeno se requieren para caminar los pasos que tapizan un camino de cuatro kilómetros de concreto a mitad de la noche? ¿Será que algún doliente haya sentido alguna vez verdadero dolor por alguno de esos vivos que han caído mientras alguien (yo) se pregunta estas estupideces? ¿Quizá alguno de los dolientes (malos veladores, he llegado tarde para despedir pero a tiempo para criticar) estará muriendo en este instante mientras yo me pregunto cuántos pasos debo dar para llegar a mi casa desde una funeraria vacía a mitad de la noche? ¿Podrá importarle al difunto si alguien muere de regreso a casa porque alguien no contó bien las bocanadas de oxígeno necesarias para mantener el paso que se requiere para recorrer cuatro kilómetros de concreto a mitad de la noche? ¿Acaso al difunto le importaría saber que se me hizo tarde para su velorio pero que encuentro que ‘mitad de la noche’ es aún muy temprano para llegar a casa después de su fallido velorio? ¿Y acaso a mí me importa un pepino si el velorio se hizo en vela o se cumplió tan sólo a medias, o si un fulano a media noche se pregunta idioteces porque llegó tarde para despedirse de alguien que no necesita despedidas porque ya se ha ido? Creo que después de todo nunca es temprano ni tarde para despedirse y descansar.

¿Por qué no?

¿Y por qué no iba a hacerlo? ¿Por qué no dejar que la tensión acumulada en mis brazos saliera por las manos como un relámpago y girara el volante hacia la izquierda? ¿Por qué no aventar mi ira contra su pasividad-burdizzio-cáncer y de paso aventar su cuerpo contra la portezuela-muro-de-contención-lápida? ¿Por qué no mandar todo ese coraje acumulado al hospital, donde seguramente sería sedado y despertaría sin ese tumor-padre-vendedor-de-carne? ¿Por qué no hacerlo? Mandar todo al carajo y comenzar ya no de cero, sino justo al otro lado del punto decimal, donde se aglutinan las libertades y la propia cárcel huele a paz... probar con los labios húmedos el color de lo humanamente innombrable, arar con mis propios nudos un destierro autoproclamado a lo inenarrable de mi letanía personal.

Era una tarde como cualquier otra tarde. Habíamos estado repartiendo reses-sangre-huesos-cuero-cadáveres-plomo-tensión-sudor. El sol quemaba mi antebrazo derecho que se asomaba rígido por el hueco de la ventanilla derecha de la camioneta. El viento de enero era frío pero la sangre quemaba (no la sangre-miel vacuna que unía unos vellos con otros en un grumo pestilente y duro sobre el codo, sino la sangre-melaza interior, ese petróleo que aún fluía como hormigas entre mercurio viscoso y pesado); esa sangre quemaba por dentro como todos los días, como todas las semanas, como toda la condena. Él le cambiaba de estación al radio cada cinco segundos. Jamás en busca de música o noticias... pura persecución de estática y ruido, ruido cualquiera que atajara el estrépito de mi respiración dentro de su camioneta; dentro de su mundo; dentro de Su Reino. Yo apretaba mi puño y pensaba: ¿por qué no hacerlo? La idea tarareaba su propia melodía en mi cabeza y mi puño se cerraba cada vez más, como nunca supe antes que una mano pudiera cerrarse sobre sí misma, como no pensé que una serpiente-dedos-odio pudiera retraerse en su resorte de resentimiento para abalanzarse sobre dos manos viejas que parecían una con el volante de la vieja Ford modelo 95 de ese anciano y maloliente padre-jefe-amo.

Vi el paso a desnivel venir a toda velocidad hacia el parabrisas opaco y polvoso, lo pensé una vez más mientras miraba por el retrovisor esa estúpida mueca y su palillo de madera hurgando como idiota entre sus dientes amarillos... y entonces, por primera vez, me permití ser Yo. Mis garras se separaron y la marca que dejaron en la palma de mi mano derecha se coló hasta mi cerebro, donde ya la lava comenzaba a enfriarse y convertirse en piedra. De un empellón, me arrojé sobre su cuerpo-grillete-enemigo y golpeé sus brazos con tal fuerza que un crujido gritó a través de los huesos. Su cabeza se embaró contra el vidrio de la ventanilla, el volante giró hacia la izquierda y aún más rápido que el paso a desnivel, el collage-concreto-sangre-huesos-libertad-sonrisa-cristales en mi rostro acabó con la canción-angustia y me remontó a las suaves alturas de un larguísimo y delicioso desmayo-sirenas-ardor-sueño-luces-descanso.

Aún estaba en la cama del hospital cuando mamá vino con la noticia: “Un accidente... venían de repartir los cárnicos... dicen los doctores que tus piernas no están bien, pero que quizá, si haces las terapias... tu padre se llevó la peor parte... esta mañana fue el entierro”. Ese día, la voz de mi madre supo más bella que la sonrisa de un ángel.

Clase de natación

Un niño va a su quinta clase de natación, pero como siempre, se niega rotundamente a entrar en el agua... a veces se acerca a la orilla y la toca con el pie (su mamá sonríe y por un momento cree), pero el niño decide que estará mejor si se mantiene seco, que es más natural permanecer fuera del agua. A ratos piensa en lo triste que es no saber nadar, a ratos piensa en el rostro preocupado de su madre que quizá algún día lo llevará a la playa. Pero el pensamiento es fugaz y el niño prefiere aferrarse con fuerza a la idea de que los niños no son peces, de que los niños no nadan. Regresa al vestidor y sonríe mientras se pone su ropa seca. Su mamá, que ha estado todo el tiempo al otro lado del cristal, mira al piso. Tiene ganas de llorar... Mientras se viste, el niño sonríe y piensa en lo buen niño que fue por haber ido a su clase de natación y en lo feliz que debe estar su madre porque hoy se animó a tocar el agua... afuera, el mundo sigue girando. Tal vez una madre al otro lado del cristal se canse de esperar. Tal vez una madre al otro lado del cristal se canse de creer...